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Salomé (una de las Tres Marías) era esposa
de un pescador de Galilea llamado Zebedeo.
Tanto Ella como sus dos hijos Juan y Jacob
(Santiago) estaban hechizados por la
predicación de Jesús. El caso es que los
tres le siguieron. La madre atendía a las
necesidades de intendencia: se preocupaba
generosamente del sustento de Jesús y de los
apóstoles. Nos la presenta el Evangelio como
una mujer sencilla, sin doblez, que le
plantea a Jesús sus ambiciones de madre para
los dos hijos cuando Jesús tuviese instalado
en su reino. Pero no se desencantó al darse
cuenta por fin de que el reino de Jesús no
se iba a construir sobre el poder, sino que
le siguió en el último viaje desde Galilea
hasta Jerusalén, que acabaría en el
Calvario. No se desalentó por ello María
Salomé, ni se apagó
su fe en Jesús a pesar de verle en las
últimas. Así, en el momento en que los
discípulos abandonaban al Salvador, esta
Santa mujer le permaneció fiel. Ella
proporcionó perfumes para ungir el cuerpo de
Jesucristo
y, el domingo de Resurrección, fue al santo
sepulcro muy de mañana con sus dos
compañeras Santa María Magdalena y María,
madre de Santiago y comprobó que estaba
vacío. Allí, encontraron a un ángel que les
anunció la resurrección de Jesucristo.
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